BURKINA FASO
Lucila Aragó es socióloga, y en diciembre de 2008 regresó de instalar un aula multimedia en Burkina Faso para una asociación de mujeres. Con Teína habló de su experiencia como cooperante, de cómo evitar que un proyecto humanitario se convierta en una invasión cultural o de por qué generar lazos con un país empobrecido donde se practica la poligamia y la ablación del clítoris.
«Ante todo, quiero comentarte que no soy cooperante profesional, sólo he participado en un proyecto». Recién llegada de Gaoua, una ciudad de Burkina Faso, Lucila Aragó (España, 1955) se anticipa a las preguntas de Teína con esta aclaración. En diciembre pasado, esta socióloga, que trabaja como informática en la Universidad Politécnica de Valencia, y su equipo terminaron la instalación de un aula multimedia en aquella aldea del África occidental. Además de montar 11 ordenadores, impresoras, escáner y proyector, formaron a las usuarias, todas ellas integrantes de la Asociación para la Promoción de la Mujer (APFG).
Esta agrupación, que cuenta con varios centenares de socias, actúa en Gaoua y en las aldeas próximas para «promocionar los derechos de la mujer», explica Aragó. Y lo hace por medio de microcréditos para desarrollar actividades económicas como la elaboración de manteca de Karité y dolo (cerveza de mijo), la cría de aves domésticas o el tintado de telas. También impulsa campañas de alfabetización y de sensibilización contra la mutilación genital de las mujeres.
El proyecto del que fue responsable Aragó dotó, entre otras cosas, de internet a una de las aulas de la APFG. Para ello aprovechó una antena parabólica financiada por el Ministerio de Asuntos Exteriores francés (ADEN). La iniciativa recibió parte de sus recursos económicos del Centro para la Cooperación y el Desarrollo de la Universidad Politécnica de Valencia. Esta socióloga ya había colaborado en otras actividades promovidas por ONG: «Viajé con SOS Balcanes a Bosnia, poco después de que finalizara el conflicto bélico». Esta conformó su primera experiencia como responsable de un equipo. Por eso insiste en que su recorrido en la arena humanitaria es aún corto en comparación con el de otras personas.
«Me parecía muy interesante poder compartir conocimientos con mujeres africanas», explica. La experiencia le ha confirmado algunas ideas. Por ejemplo, que «es importante poner medios y conocimiento en manos de personas que lo necesitan y desean». El entusiasmo de las asistentes a los cursos se lo ha demostrado. Manifestaban unas ganas enormes de familiarizarse con los ordenadores y con internet: intuían que se trataba de un medio para la comunicación, para el aprendizaje, para su desarrollo personal.
LA INVASIÓN HUMANITARIA
Hay quienes opinan que los proyectos humanitarios resultan a menudo invasores de las culturas locales. Incluso que tratan de imponer prácticas económicas propias del mismo sistema neocapitalista que genera desigualdades, y que así, además de inculcar esos métodos, minan las luchas sociales. Aragó no rehuye contestar al respecto.
«Es cierto que puede ser así», admite. «Es fácil, cómodo, pensar que nosotros sabemos lo que les interesa y lo que les hace falta a los otros, a quienes creemos que podemos juzgar con cierto paternalismo o superioridad...», subraya. Por eso, a su juicio, resulta fundamental que los proyectos sean organizados, o cuando menos respaldados, por personas de los países receptores. «Que ellos mismos los apoyen o los desarrollen».
Pero resulta mucho más complejo de lo que parece. Sobre todo cuando se trata de poblaciones tan castigadas. «En nuestro caso, que intentamos acercar las nuevas tecnologías a las mujeres en un país agrario, de escaso desarrollo económico, donde está extendida la poligamia y la práctica de la ablación, donde el derecho a la propia identidad es incierto... las contradicciones surgen por centenares», advierte. Aun así, con esa terrible realidad a cuestas, el ser humano intenta sobrevivir, incluso progresar. El relato de Aragó lo demuestra: en aquel rincón empobrecido del mundo, cada vez más mujeres se asocian, se organizan para mejorar sus condiciones de vida y la de sus hijos, van a la escuela, buscan aprender. Eso sí, «necesitan medios», enfatiza.
Para ella la cuestión es clara: «El sistema es injusto, genera injusticia». Y para anécdotas, las suyas. «Cuando estábamos haciendo la instalación del aula, cada dos por tres nos saltaba la luz por sobrecarga, pero porque las regletas que comprábamos en las tiendas de Gaoua eran malísimas, nada resistentes y encima caras». ¿Conclusión? «Hay fabricantes, empresarios, que venden un producto de ínfima calidad a los países más pobres... Es indignante: se hace negocio a costa de ellos».
Indigna más aún, subraya esta socióloga, cuando esa pobreza responde a una dinámica histórica: «Se les ha condenado durante siglos a esa situación». Y es cierto: por ejemplo, durante los 50 años de colonización francesa, especifica Aragó, Burkina Faso sufrió la expoliación de gran parte de sus recursos naturales y humanos. «Del país se han extraído riquezas, materias primas, vidas, y hoy se presenta como terreno fértil para el intercambio comercial, para la venta de armas...», denuncia. Las aldeas y pueblos del país registran condiciones de vida inadmisibles en países como España.
Y las mujeres son las que más lo sufren, sugiere. «Deben transportar durante muchos kilómetros el agua, la leña, los productos para la alimentación o para la venta con la que obtener los medios básicos para la subsistencia», relata. A esto se suman unas paupérrimas condiciones de vida: habitan en pequeña piezas de adobe, hacinadas con las otras esposas del mismo hombre, sin derechos y sometidas al mandato masculino.
MÁS PALIATIVOS QUE SOLUCIONES
Sin políticas globales que tiendan a equilibrar la balanza, ¿alcanza con el accionar solidario del Tercer Sector? La pregunta es antigua, y Aragó tiene su propia respuesta: «Los gobiernos tienden a tranquilizar sus conciencias o la de sus ciudadanos alardeando de los fondos donados para el desarrollo y la cooperación», critica. Así, a su juicio, la responsabilidad y el peso moral quedan circunscritos al terreno de la caridad y el sentimiento humanitario de las ONG. Mientras, el «mercado» legitimado por las empresas y los gobiernos occidentales sigue disponiendo «la desigualdad y la injusticia reales».
Aragó observa otro efecto «perverso». Los gobiernos africanos están cediendo a las ONG la gestión de la educación y de la salud. Eso es una tendencia que viene incrementándose desde hace tiempo, y que está abarcando otras áreas, no sólo esas. «Los presupuestos estatales son pequeños, sí, pero, ¿el dinero que hay se utiliza adecuadamente?, ¿existen políticas redistributivas?, ¿cuáles son las prioridades de los gobernantes?, ¿existe algún control sobre la gestión de las infraestructuras y proyectos desarrollados por esas entidades de solidaridad?», se pregunta la socióloga. Al tiempo que reconoce que «para la población quizá sea más fácil pedir solidaridad a las ONG que justicia social y democracia a sus gobernantes».
Para ilustrar la situación, acude a la experiencia personal. Su equipo trasportó medicamentos y material sanitario para unos poblados de la provincia de Yako, en el norte del país. Las cajas fueron recibidas por los comités encargados de los dispensarios sanitarios. «La comunidad se quedó con las dotaciones, y parece que tenía ciertos mecanismos de control».
Incluso cuando admite que hay realidades demasiado trágicas y perversas, como las que vivenció en Burkina Faso, que requieren mucho más que ayudas aisladas, opina que la cooperación sirve. «Si estas acciones ayudan a algunas personas a sobrevivir, o a vivir un poco mejor, ya son en sí mismas valiosas», asegura. Y si, además, capacitan a otros seres humanos para que piensen, lean, comprendan, cuestionen la realidad y ejerciten sus derechos, «quizás sea posible imaginar un futuro diferente», augura.
Su regreso de África es reciente. Lucila Aragó afirma sentirse aún en estado de shock. «Las experiencias hay que dejarlas reposar un poco para aprender de ellas, para ir rumiando y digiriendo lo vivido», reflexiona. Pero tiene claro que el esfuerzo personal le valió para conocer a gente única. «Hay mucho por transformar, hay cosas que hacer aunque no sepamos cómo hacerlas», advierte. Y de una cosa está segura: «No sé si vivimos en un mundo más solidario. Sé que vivimos en un mundo en el que hace falta mucha solidaridad».